Un saludo a todos. Hoy les quiero traer un relato escrito por el autor James Wade, titulado Los Profundos. Esta historia la leí por primera vez en un libro de Relatos de los Mitos de Cthulhu, volumen 3 de Brugera editorial. Me pareció uno de los más interesantes del compilatorio, porque presenta una visión diferente y al mismo tiempo cercana a estas criaturas. Sin más, acá les dejo los 2 primeros capítulos.
Los profundos
James Wade
Aún no se ha creado nada más divino que los delfines; pues, efectivamente, en otro tiempo fueron hombres, y vivían en ciudades junto a los mortales,
OPPIAN, Halieutica (año 200)
I
No había visto al doctor Frederick Wilhelm antes de entrar a trabajar en el Instituto de Estudios Zoológicos, situado en una ensenada remota de la costa de California, unos kilómetros al norte de San Simeón y Piedras Blancas, no lejos de la zona del Gran Sur; pero, naturalmente, había oído algo sobre sus estudios. Los suplementos dominicales hablaron de Wilhelm hacía unos años, lo que era natural: ¿qué tema más potencialmente sensacional podía obtener un periodista, que la idea de que el hombre compartía la tierra con otra especie más antigua, y quizá más inteligente, una especie no tenida en cuenta e incluso ignorada por la moderna ciencia, pero con la cual podría llegarse a establecer comunicación algún día?
No se trataba de un tópico gastado como el de los platillos volantes, el espiritismo o los gnomos escondidos bajo las colinas, naturalmente. El tema de Wilhelm era el delfín, ese mamífero de océano, avistado hacía siglos por los marineros supersticiosos y transformado en mitos de sirenas, y en toda clase de razas legendarias de fabulosos moradores del mar. Ahora, al parecer, las supersticiones podían no estar demasiado equivocadas.
Las pruebas preliminares habían demostrado hacía tiempo que nuestros lejanos primos oceánicos albergaban un alto grado de inteligencia pura y potencial para la comunicación, insospechada a causa de su hábitat acuático y su falta de manos u otros aparatos prensiles capaces de producir artefactos. Las investigaciones de Wilhelm no eran las primeras, pero sus especulaciones parecían ciertamente las más atrevidas, y había manifestado su preocupación en una serie de conferencias, recabando fondos tanto del gobierno como de fundaciones privadas para construir el instituto hacia el que me dirigía yo en un jeep alquilado por carreteras llenas de surcos y arena, y junto a un Pacífico verde, en una luminosa tarde de abril, hace un año.
Aunque había oído hablar de Frederick Wilhelm y de su instituto, no estaba seguro de cómo y qué sabía él de mí. En cierto sentido, era comprensible que mi campo, la percepción extrasensorial y la telepatía, pudiese relacionarse con su trabajo; pero sus cartas iniciales y sus cablegramas no habían indicado detalle alguno sobre lo que esperaba de mi colaboración. Sus mensajes, efectivamente, me habían parecido eufóricos y evasivos, limitándome a descripciones grandilocuentes sobre sus proyectos fundamentales y ayudas, además de los detalles acerca de los aspectos financieros de nuestra asociación.
Quiero admitir que la cantidad de dinero que el doctor Wilhelm me ofreció fue un poderoso factor para que yo aceptase un trabajo cuya exacta naturaleza seguía poco clara. Como coordinador de investigación de una pequeña fundación oriental dedicada a los estudios de parapsicología, dependiente del grupo de Rhine en Duke, estaba harto de presupuestos raquíticos y sueldos famélicos. La oferta de Wilhelm había llegado como una oportunidad de oro en más de un aspecto, así que no perdí mucho tiempo en hacer mis maletas y emprender viaje a la radiante California.
En realidad, el lugar donde Wilhelm llevaba a cabo los experimentos me produjo más vacilación que ningún otro de los dudosos aspectos de su oferta. Confieso que siempre he sentido antipatía hacia California, a pesar del poco tiempo que recuerdo haber estado allí. Quizá he leído demasiadas obras de mordaces autores satíricos al estilo de Waugh y Nathanael West, pero a mí siempre me ha parecido algo decadente y hasta siniestro este autoalabado paraíso del Pacífico.
Mi impresión no quedó mitigada con mi llegada por vía aérea a la arenosa y galvánica ciudad de Los Angeles, ni con el paseo por el pequeño parque de la parte baja de la ciudad donde se reúnen los homosexuales, drogadictos y fanáticos de todas clases bajo las hinchadas y retorcidas palmeras, como suelen hacer tantísimos enfermos del manicomio del doctor Caligari. Para algunos, las almenadas murallas góticas o las contracorrientes de Nueva Inglaterra representan el súmmum del horror y ruina espirituales; para mí, la iluminada y chillona depravación de Los Angeles colmaba la medida. Como observó una vez el actor Fred Allen, California es un gran lugar si uno es una naranja. Este y otros muchos pensamientos giraban en mi cabeza mientras conducía mi jeep por el abrupto camino que, como había asegurado el jovial agente que me había alquilado el coche en San Simeón, me llevaría infaliblemente al Instituto de Estudios Zoológicos.
-La carretera no conduce a ningún otro sitio -me había informado, muy amablemente-. Después de girar a la izquierda, pasado el primer puesto de jugo de naranja..., ya sabe, ese quiosco que tiene la forma de una naranja muy grande. Siga por ahí, y que no le paren los hippies ni las mareas, hasta que termine la carretera.»)
Al mirar en torno mío, un poco nervioso, pude ver a mi izquierda una especie de campamento de tiendas de un blanco descolorido, y oscuras figuras veloces junto a la ondeante franja de olas del borde de la playa. ¿Eran los hippies a los que se había referido mi guía, esos seres burlones que se reían de todo en la periferia de nuestra sociedad, denigrando y mofándose de todos los esquemas y valores de tres mil años de civilización? ¿O me había tomado el pelo, y no eran más que un montón de jóvenes de clase media pasando una tarde en la playa y disfrutando del sol, la arena y el sexo, como una tregua en el desgastador agobio de nuestra sociedad dudosamente opulenta?
Andaban estos vulgares y pueriles pensamientos dando vueltas en mi cabeza, cuando súbitamente, la borrosa carretera describió una curva cerrada por encima de un rasante y me lancé repentina y sobrecogedoramente (como en un zoom cinematográfico) hacia lo que no podía ser otra cosa que el Instituto de Estudios Zoológicos.
II
-¿Qué sabe usted realmente de los delfines, o marsopas, como se los suele llamar a veces? -me preguntó el doctor Frederick Wilhelm, con sus ojos invisibles detrás de espesos lentes que reflejaban la luz filtrada de unos globos, bajo las doradas pantallas de su afelpado despacho.
Acabábamos de sentarnos a tomar un cóctel, hábilmente preparado por el propio Wilhelm, tras una rápida visita al Instituto, guiado por su director, inmediatamente después de acoger mi llegada en jeep.
Wilhelm había estado cordial y casi obsequioso, aunque me había parecido un poco raro por su parte que me hiciese recorrer las instalaciones sin darme tiempo siquiera a dejar el equipaje en mi apartamento y refrescarme un poco después del largo viaje. Lo atribuí a la vanidad de un pionero de la ciencia que se había hecho a sí mismo y se encontraba en la última etapa de sus investigaciones.
La impresión que saqué tras la rápida visita fue superficial y un poco precipitada: los largos, bajos edificios revocados de blanco que se extendían por la línea de la costa parecían más atiborrados de equipos sonoros, luminosos, fotográficos y de grabación, así como de otros menos identificables, de lo que se necesitaría para estudiar la lista entera de pasajeros del arca de Noé, así que no digamos ya una subespecie secundaria de mamíferos marinos.
No obstante, no había nada raro en el propio Wilhelm; era un pingüino grande, arrugado y gris en forma de hombre; se movía y hablaba con el conmovedor entusiasmo del escolar que acaba de descubrir que existe una cosa que se llama ciencia. Mientras me llevaba presurosamente de laboratorio en laboratorio con la lengua fuera, me explicó:
-Mañana veremos los estanques de delfines. Josephine, mi ayudante de investigación, Josephine Gilman, está trabajando allí ahora; se reunirá más tarde con nosotros a tomar unas copas y cenar.
Como había sabido a través de la correspondencia con el doctor Wilhelm, su personal directivo (que con mi llegada totalizaba el número de tres, contándole a él también) tenía su residencia en el Instituto, mientras que la docena o así de técnicos y ayudantes de laboratorio empleados aquí tenían que hacer todos los días el viaje de ida y vuelta a San Simeón en un microbús «Volkswagen».
Mientras estaba sentado en la penumbra del despacho suntuosamente decorado, ante un martini corrosivamente tentador, oí alejarse el microbús, y comprendí que me encontraba a solas en el extenso complejo de edificios con su director y la inimaginable Josephine Gilman.
-¿Qué sabe usted realmente acerca de los delfines? -estaba diciendo Wilhelm.
-Lo que sabe un profano -contesté con franqueza, casi sin darme cuenta-. Sé que esta investigación comenzó en la década de 1950, que se dijo que el tamaño del cerebro del delfín y las adaptaciones especializadas hacían probable un alto grado de inteligencia, y que estaba dotado de un equipamiento sensorial que sugería una posibilidad de comunicación con el hombre. Que yo sepa, hasta la fecha no se ha llegado a nada concluyente, a pesar de los innumerables esfuerzos. Compré los libros del doctor Lilly sobre sus investigaciones en las Islas Vírgenes, pero todo esto ha sucedido tan de prisa que no he tenido tiempo de leerlos todos, aunque los he traído conmigo, en la maleta.
-No se moleste en leerlos -interrumpió el doctor Wilhelm, volviendo a llenar mi vaso de una coctelera de cristal con el clásico dibujo grabado de un niño cabalgando sobre un delfín-yo puedo mostrarle aquí cosas que Lilly no habría soñado jamás.
-Pero el gran misterio para mí -tuve la temeridad de manifestar-es por qué estoy aquí. ¿Acaso quiere que hipnotice a sus delfines, o que lea sus pensamientos?
-No exactamente - contestó Wilhelm-. Al menos, no en la presente etapa. Lo que realmente me propongo es que usted empiece por hipnotizar a un ser humano, para ver si esa persona puede hacerse más sensible a las pautas de pensamiento del animal.
»Hemos trabajado mucho, siguiendo las directrices de Lilly, grabando y analizando los sonidos que emiten esas bestias, tanto bajo el agua como en el aire: chasquidos, balidos, silbidos, una amplia gama de sonidos... algunos de ellos por encima del espectro sonoro audible del ser humano. Hemos registrado estos sonidos, los hemos codificado y los hemos introducido en los ordenadores, pero no nos han proporcionado ninguna pauta de lenguaje, aparte de ciertas señales muy evidentes de dolor, angustia, apareamiento... señales que emiten muchas clases de animales, pero que no podemos calificar de lenguaje real. Y aunque los delfines imitan la voz humana, a veces con sorprendente claridad, por lo general parece un parloteo vacío, sin comprensión real.
»Al mismo tiempo, sin embargo, nuestros encefalogramas muestran en los cerebros del delfín pautas de emisión eléctrica similares a las que se registran durante el habla humana, y en partes del cerebro análogas a nuestros centros de lenguaje... todo esto, sin existir vocalización de ningún género, ni subsónica ni suprasónica, ni en el medio aéreo ni en el medio acuático.
»Esto nos lleva a la teoría de que el medio básico de comunicación del delfín puede ser telepático, y a la convicción de que no podemos entrar en contacto con ellos de ningún otro modo.
Yo me sentía algo desconcertado.
-¿Cuenta usted entre su personal con un sujeto experimentado que sea telepáticamente sensible, o va a contratar a una persona así? -pregunté.
-Mucho mejor que eso -exclamó el doctor Wilhelm triunfal, dándose ligeros tirones de los lentes, con énfasis-. Tenemos a una persona sensible y familiarizada con los animales desde hace muchos meses, alguien que sabe cómo piensan, sienten y reaccionan los delfines; alguien que ha vivido con los delfines tan cerca que casi podría ser aceptada entre ellos como un delfín más.
-Se refiere a mí, señor Dorn. -En la puerta que comunicaba con el oscuro vestíbulo apareció suavemente la pequeña figura de una mujer.