miércoles, 9 de diciembre de 2015

Los mejores episodios de los Simpsons que no transcurren en Springfield (Parte 1).

Un saludo a todos. Hoy quisiera hablarles de una de mis series favoritas de todos los tiempos: Los Simpsons. Y es que, habiendo transcurrido mi adolescencia en los años 90, fue inevitable la influencia de esta serie. El humor, los personajes, las situaciones planteadas, todo hacía que la hora que los transmitían, normalmente entre 5 y 6 de la tarde de lunes a viernes, fuera una cita obligatoria con la TV. Todavía aun la disfruto, sea en mi PC o en canal FOX desde las 8:30 de la noche hasta las 10. Pero sólo los capítulos de temporadas viejas. Los de las nuevas temporadas no me gustan nada. Apenas son un puñado de capítulos los que considero buenos.

Prácticamente uno de los “personajes” de la serie es la ciudad donde transcurren los eventos, Springfield. Una de las cosas que me disgusta mucho de las temporadas nuevas son los numerosos cambios que le han hecho a esta ciudad entrañable, que ha mutado de forma totalmente irreconocible para aquellos que crecimos viéndola en sus comienzos. Pero precisamente, el post que planteo hoy presentará un alejamiento de esa ciudad. En cada temporada existe al menos un episodio donde Los Simpsons o algunos miembros de la familia se van fuera de la ciudad y les pasan las cosas más dispares que se pueden imaginar. Propongo nombrar, en orden cronológico, los mejores capítulos donde la acción o parte de ella se traslada fuera de Springfield, no incluyendo los especiales de Halloween. Sin más, aquí se los dejo:

Intercambio Cultural (Temporada 1, capítulo 11, llamado en España “Viva la Vendimia”, nombre original The Crepes of Wrath):

Este episodio fue calificado por IGN como el mejor de la temporada 1. Luego de causar un accidente a su padre y de colmar la paciencia del director Skinner, Bart es enviado a Francia a estudiar por 3 meses, como estudiante de intercambio. Al llegar allá es explotado por dos rufianes que lo hacen trabajar más que un burro. De hecho, es el relevo del burro usado por los campesinos, que podrá descansar ahora. Al final, Bart logra hacer que las autoridades les den su merecido y se da cuenta de que puede hablar francés. La trama secundaria involucra a un niño de intercambio que recibe la familia Simpson, el cual viene de Albania y es un espía trata de robar los secretos de la energía nuclear para enviarlos a su país. La situación de Bart en Francia, así como su regreso a Springfield son algunas de las partes más conmovedoras del capítulo.

Bart leyendo una carta de Marge


Bart regresa a Springfield


¿Dónde estás hermano mío? (Temporada 2, Capítulo 15, llamado en España “Tiene derecho a permanecer muerto”, nombre original Oh Brother, Where Art Thou?):

Homero se entera de que tiene un medio hermano y decide invitarlo a su casa. Pero este es multimillonario y exitoso y los invita a ellos a Detroit, ciudad donde reside y tiene su empresa de fabricación de autos. Homero y su hermano Herbert Powell congenian bastante bien y la familia se queda un tiempo con él en su mansión. Herbert incluso coloca a Homero al frente del diseño de un nuevo automóvil. Por supuesto, Homero siendo Homero, lo arruina todo con su visión infantil de un auto futurista y lleva a la compañía de su hermano a la quiebra. El episodio finaliza con el hermano de Homero declarándole su odio y con Lisa reflexionando sobre como “Su vida era un éxito total hasta enterarse de que también él era un Simpson."

El encuentro de Homero y su hermano Herbert


El horrible auto diseñado por Homero


Mención especial: El patriotismo de Lisa (Temporada 3, capítulo 2, llamado en España llamado La familia va a Washington, nombre original: Mr. Lisa goes to Washington)
Este episodio no es de mis favoritos, pero es bastante bueno si se consideran los de temporadas recientes. Acá la familia viaja a Washinton a un concurso de ensayos en el cual participará Lisa. Mientras Bart y Homero se aprovechan de que el viaje tiene todo pago, Lisa, recorriendo la ciudad en busca de inspiración, se da en las narices con la corrupción del diputado de Springfield y se decepciona. Su pérdida de confianza en la democracia hace que las autoridades reaccionen y el diputado es arrestado. Aunque no gana el premio, por haber cambiado su ensayo, ella recupera su confianza en el gobierno. El episodio no me gusta tanto como otros precisamente por estar ambientado en Washinton, ciudad que, tanto en series como en películas, la veo completamente apática, desganada y sin alma.

Lisa rompe su ensayo al darse cuenta de la corrupción en el gobierno


Kampo Krusty (Temporada 4, episodio 1, titulado Kampamento Krusty en España y Kamp Krusty en idioma original):

Al final del año escolar, Bart y Lisa pasarán el verano en un campamento creado por Krusty el payaso, donde todo es diversión. Por supuesto, la realidad es muy distinta. Los asistentes al campamentos son atormentados por los bravucones y explotados por el administrador, que los hace trabajar como si estuvieran en un campo de concentración nazi. Bart se mantiene con la esperanza de que Krusty  llegará al campamento algún día, pero cuando esto no sucede, se rebela y se adueña del campo, expulsando a los encargados. Krusty finalmente se apersona en el campamento y aunque al inicio es tomado como falso, los chicos se dan cuenta que es el verdadero Krusty y este, para compensarlos, los invita a Tijuana, México. Como historia secundaria, podemos ver lo bien que lo pasan Marge y Homero en su casa sin los niños, donde incluso Homero ha recuperado cabello y perdido algo de peso, cosa que se va completamente al traste cuando se da cuenta de que Bart es el líder de la revuelta en el campamento.

Los padres celebran cuando los hijos se van al campamento


Bart aferrandose a la esperanza de que Krusty llegará al campamento

Krusty llega al campamento



Bueno, hasta aquí por hoy. Luego estaré hablando sobre otros episodios que sigan esta temática.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Los Profundos, de James Wade (Capítulos 1 y 2).


Un saludo a todos. Hoy les quiero traer un relato escrito por el autor James Wade, titulado Los Profundos. Esta historia la leí por primera vez en un libro de Relatos de los Mitos de Cthulhu, volumen 3 de Brugera editorial. Me pareció uno de los más interesantes del compilatorio, porque presenta una visión diferente y al mismo tiempo cercana a estas criaturas. Sin más, acá les dejo los 2 primeros capítulos.

Los profundos
James Wade

Aún no se ha creado nada más divino que los delfines; pues, efectivamente, en otro tiempo fueron hombres, y vivían en ciudades junto a los mortales,

OPPIAN, Halieutica (año 200)

I

No había visto al doctor Frederick Wilhelm antes de entrar a trabajar en el Instituto de Estudios Zoológicos, situado en una ensenada remota de la costa de California, unos kilómetros al norte de San Simeón y Piedras Blancas, no lejos de la zona del Gran Sur; pero, naturalmente, había oído algo sobre sus estudios. Los suplementos dominicales hablaron de Wilhelm hacía unos años, lo que era natural: ¿qué tema más potencialmente sensacional podía obtener un periodista, que la idea de que el hombre compartía la tierra con otra especie más antigua, y quizá más inteligente, una especie no tenida en cuenta e incluso ignorada por la moderna ciencia, pero con la cual podría llegarse a establecer comunicación algún día?

No se trataba de un tópico gastado como el de los platillos volantes, el espiritismo o los gnomos escondidos bajo las colinas, naturalmente. El tema de Wilhelm era el delfín, ese mamífero de océano, avistado hacía siglos por los marineros supersticiosos y transformado en mitos de sirenas, y en toda clase de razas legendarias de fabulosos moradores del mar. Ahora, al parecer, las supersticiones podían no estar demasiado equivocadas.

Las pruebas preliminares habían demostrado hacía tiempo que nuestros lejanos primos oceánicos albergaban un alto grado de inteligencia pura y potencial para la comunicación, insospechada a causa de su hábitat acuático y su falta de manos u otros aparatos prensiles capaces de producir artefactos. Las investigaciones de Wilhelm no eran las primeras, pero sus especulaciones parecían ciertamente las más atrevidas, y había manifestado su preocupación en una serie de conferencias, recabando fondos tanto del gobierno como de fundaciones privadas para construir el instituto hacia el que me dirigía yo en un jeep alquilado por carreteras llenas de surcos y arena, y junto a un Pacífico verde, en una luminosa tarde de abril, hace un año.

Aunque había oído hablar de Frederick Wilhelm y de su instituto, no estaba seguro de cómo y qué sabía él de mí. En cierto sentido, era comprensible que mi campo, la percepción extrasensorial y la telepatía, pudiese relacionarse con su trabajo; pero sus cartas iniciales y sus cablegramas no habían indicado detalle alguno sobre lo que esperaba de mi colaboración. Sus mensajes, efectivamente, me habían parecido eufóricos y evasivos, limitándome a descripciones grandilocuentes sobre sus proyectos fundamentales y ayudas, además de los detalles acerca de los aspectos financieros de nuestra asociación.

Quiero admitir que la cantidad de dinero que el doctor Wilhelm me ofreció fue un poderoso factor para que yo aceptase un trabajo cuya exacta naturaleza seguía poco clara. Como coordinador de investigación de una pequeña fundación oriental dedicada a los estudios de parapsicología, dependiente del grupo de Rhine en Duke, estaba harto de presupuestos raquíticos y sueldos famélicos. La oferta de Wilhelm había llegado como una oportunidad de oro en más de un aspecto, así que no perdí mucho tiempo en hacer mis maletas y emprender viaje a la radiante California.

En realidad, el lugar donde Wilhelm llevaba a cabo los experimentos me produjo más vacilación que ningún otro de los dudosos aspectos de su oferta. Confieso que siempre he sentido antipatía hacia California, a pesar del poco tiempo que recuerdo haber estado allí. Quizá he leído demasiadas obras de mordaces autores satíricos al estilo de Waugh y Nathanael West, pero a mí siempre me ha parecido algo decadente y hasta siniestro este autoalabado paraíso del Pacífico.

Mi impresión no quedó mitigada con mi llegada por vía aérea a la arenosa y galvánica ciudad de Los Angeles, ni con el paseo por el pequeño parque de la parte baja de la ciudad donde se reúnen los homosexuales, drogadictos y fanáticos de todas clases bajo las hinchadas y retorcidas palmeras, como suelen hacer tantísimos enfermos del manicomio del doctor Caligari. Para algunos, las almenadas murallas góticas o las contracorrientes de Nueva Inglaterra representan el súmmum del horror y ruina espirituales; para mí, la iluminada y chillona depravación de Los Angeles colmaba la medida. Como observó una vez el actor Fred Allen, California es un gran lugar si uno es una naranja. Este y otros muchos pensamientos giraban en mi cabeza mientras conducía mi jeep por el abrupto camino que, como había asegurado el jovial agente que me había alquilado el coche en San Simeón, me llevaría infaliblemente al Instituto de Estudios Zoológicos.

-La carretera no conduce a ningún otro sitio -me había informado, muy amablemente-. Después de girar a la izquierda, pasado el primer puesto de jugo de naranja..., ya sabe, ese quiosco que tiene la forma de una naranja muy grande. Siga por ahí, y que no le paren los hippies ni las mareas, hasta que termine la carretera.»)

Al mirar en torno mío, un poco nervioso, pude ver a mi izquierda una especie de campamento de tiendas de un blanco descolorido, y oscuras figuras veloces junto a la ondeante franja de olas del borde de la playa. ¿Eran los hippies a los que se había referido mi guía, esos seres burlones que se reían de todo en la periferia de nuestra sociedad, denigrando y mofándose de todos los esquemas y valores de tres mil años de civilización? ¿O me había tomado el pelo, y no eran más que un montón de jóvenes de clase media pasando una tarde en la playa y disfrutando del sol, la arena y el sexo, como una tregua en el desgastador agobio de nuestra sociedad dudosamente opulenta?

Andaban estos vulgares y pueriles pensamientos dando vueltas en mi cabeza, cuando súbitamente, la borrosa carretera describió una curva cerrada por encima de un rasante y me lancé repentina y sobrecogedoramente (como en un zoom cinematográfico) hacia lo que no podía ser otra cosa que el Instituto de Estudios Zoológicos.


II

-¿Qué sabe usted realmente de los delfines, o marsopas, como se los suele llamar a veces? -me preguntó el doctor Frederick Wilhelm, con sus ojos invisibles detrás de espesos lentes que reflejaban la luz filtrada de unos globos, bajo las doradas pantallas de su afelpado despacho.
Acabábamos de sentarnos a tomar un cóctel, hábilmente preparado por el propio Wilhelm, tras una rápida visita al Instituto, guiado por su director, inmediatamente después de acoger mi llegada en jeep.

Wilhelm había estado cordial y casi obsequioso, aunque me había parecido un poco raro por su parte que me hiciese recorrer las instalaciones sin darme tiempo siquiera a dejar el equipaje en mi apartamento y refrescarme un poco después del largo viaje. Lo atribuí a la vanidad de un pionero de la ciencia que se había hecho a sí mismo y se encontraba en la última etapa de sus investigaciones.

La impresión que saqué tras la rápida visita fue superficial y un poco precipitada: los largos, bajos edificios revocados de blanco que se extendían por la línea de la costa parecían más atiborrados de equipos sonoros, luminosos, fotográficos y de grabación, así como de otros menos identificables, de lo que se necesitaría para estudiar la lista entera de pasajeros del arca de Noé, así que no digamos ya una subespecie secundaria de mamíferos marinos.

No obstante, no había nada raro en el propio Wilhelm; era un pingüino grande, arrugado y gris en forma de hombre; se movía y hablaba con el conmovedor entusiasmo del escolar que acaba de descubrir que existe una cosa que se llama ciencia. Mientras me llevaba presurosamente de laboratorio en laboratorio con la lengua fuera, me explicó:

-Mañana veremos los estanques de delfines. Josephine, mi ayudante de investigación, Josephine Gilman, está trabajando allí ahora; se reunirá más tarde con nosotros a tomar unas copas y cenar.

Como había sabido a través de la correspondencia con el doctor Wilhelm, su personal directivo (que con mi llegada totalizaba el número de tres, contándole a él también) tenía su residencia en el Instituto, mientras que la docena o así de técnicos y ayudantes de laboratorio empleados aquí tenían que hacer todos los días el viaje de ida y vuelta a San Simeón en un microbús «Volkswagen».

Mientras estaba sentado en la penumbra del despacho suntuosamente decorado, ante un martini corrosivamente tentador, oí alejarse el microbús, y comprendí que me encontraba a solas en el extenso complejo de edificios con su director y la inimaginable Josephine Gilman.

-¿Qué sabe usted realmente acerca de los delfines? -estaba diciendo Wilhelm.

-Lo que sabe un profano -contesté con franqueza, casi sin darme cuenta-. Sé que esta investigación comenzó en la década de 1950, que se dijo que el tamaño del cerebro del delfín y las adaptaciones especializadas hacían probable un alto grado de inteligencia, y que estaba dotado de un equipamiento sensorial que sugería una posibilidad de comunicación con el hombre. Que yo sepa, hasta la fecha no se ha llegado a nada concluyente, a pesar de los innumerables esfuerzos. Compré los libros del doctor Lilly sobre sus investigaciones en las Islas Vírgenes, pero todo esto ha sucedido tan de prisa que no he tenido tiempo de leerlos todos, aunque los he traído conmigo, en la maleta.

-No se moleste en leerlos -interrumpió el doctor Wilhelm, volviendo a llenar mi vaso de una coctelera de cristal con el clásico dibujo grabado de un niño cabalgando sobre un delfín-yo puedo mostrarle aquí cosas que Lilly no habría soñado jamás.

-Pero el gran misterio para mí -tuve la temeridad de manifestar-es por qué estoy aquí. ¿Acaso quiere que hipnotice a sus delfines, o que lea sus pensamientos?

-No exactamente - contestó Wilhelm-. Al menos, no en la presente etapa. Lo que realmente me propongo es que usted empiece por hipnotizar a un ser humano, para ver si esa persona puede hacerse más sensible a las pautas de pensamiento del animal.
»Hemos trabajado mucho, siguiendo las directrices de Lilly, grabando y analizando los sonidos que emiten esas bestias, tanto bajo el agua como en el aire: chasquidos, balidos, silbidos, una amplia gama de sonidos... algunos de ellos por encima del espectro sonoro audible del ser humano. Hemos registrado estos sonidos, los hemos codificado y los hemos introducido en los ordenadores, pero no nos han proporcionado ninguna pauta de lenguaje, aparte de ciertas señales muy evidentes de dolor, angustia, apareamiento... señales que emiten muchas clases de animales, pero que no podemos calificar de lenguaje real. Y aunque los delfines imitan la voz humana, a veces con sorprendente claridad, por lo general parece un parloteo vacío, sin comprensión real.
»Al mismo tiempo, sin embargo, nuestros encefalogramas muestran en los cerebros del delfín pautas de emisión eléctrica similares a las que se registran durante el habla humana, y en partes del cerebro análogas a nuestros centros de lenguaje... todo esto, sin existir vocalización de ningún género, ni subsónica ni suprasónica, ni en el medio aéreo ni en el medio acuático.
»Esto nos lleva a la teoría de que el medio básico de comunicación del delfín puede ser telepático, y a la convicción de que no podemos entrar en contacto con ellos de ningún otro modo.

Yo me sentía algo desconcertado.

-¿Cuenta usted entre su personal con un sujeto experimentado que sea telepáticamente sensible, o va a contratar a una persona así? -pregunté.

-Mucho mejor que eso -exclamó el doctor Wilhelm triunfal, dándose ligeros tirones de los lentes, con énfasis-. Tenemos a una persona sensible y familiarizada con los animales desde hace muchos meses, alguien que sabe cómo piensan, sienten y reaccionan los delfines; alguien que ha vivido con los delfines tan cerca que casi podría ser aceptada entre ellos como un delfín más.

-Se refiere a mí, señor Dorn. -En la puerta que comunicaba con el oscuro vestíbulo apareció suavemente la pequeña figura de una mujer.