Existen en este mundo una gran y enorme cantidad de
horrores, muchos de ellos conocidos únicamente por personas cuya curiosidad es
incontrolable o cuyo deseo de conocimientos los mantiene en una constante
mortificación mental. Así, cual nuevo Prometeo, esas personas se sumergen en
las búsquedas más terribles y terminan desatando terrores sobre la humanidad,
sin que exista un Zeus para encadenar al transgresor, sea este intencionado o
no. Los ojos pueden derramar lágrimas, luego sangre, luego el alma entera y aún
seguirán esas personas creyendo que las cosas que han hecho han sido para bien
de sus semejantes. Sin embargo, muchas de esos terrores mundanos se
descubren enteramente por accidente, como en la historia que se ha de revelar
ahora.
En las largas y desoladas planicies de la zona sur
del estado Anzoátegui los viajeros se encuentran con terrenos en apariencia
fértiles, por hallarse en las márgenes del gran río Orinoco. En efecto, lo que
separa al estado Bolívar de Anzoátegui es precisamente ese vasto río. Aun así, por esos caminos desamparados, muy poca es la
lluvia que cae, y del mismo modo, escasos son los campos de cultivo de grandes
extensiones. Lo que más llena el panorama son zarzas y malezas de distintos
tipos, unas especies de plantas egoístas que al verlas en un jardín corriente,
una persona no dudaría en arrancarlas, pero de las pocas que son capaces de
sobrevivir a un clima tan seco y árido. A medida que el viajero avanza hacia el
corazón de esa zona agreste, la vegetación del camino se torna más amarillenta,
perdiendo el verdor y la exuberancia que tiene todavía en las cercanías del
río. No se ven por ningún lado cerros o montañas imponentes; todo es un terreno
en apariencia llano, pero realmente muy accidentado, al menos en esa parte,
decorado ocasionalmente con hectáreas enteras de pinos y esas otras invenciones
humanas de espantoso efecto para cualquier paisaje: taladros petroleros,
balancines y torres de comunicación. Estos artilugios, lejos de alegrar la
vista señalando con su presencia la mano del hombre, dan un aspecto más yermo a
una carretera que ya es bastante inhospitalaria. No son casas de aspecto
hogareño, al contrario; son construcciones, levantadas por el hombre, al igual
que una casa, pero con un mutismo hermético y metálico, especialmente en el
caso de las torres y los balancines, que en vez de ser como una persona con los
brazos abiertos y sonriente, es como si se tratara de un ser huraño y hosco,
que mira a los demás con una desconfianza absoluta y es incapaz de ofrecer la
menor ayuda a quien lo necesite. Por añadidura, otros objetos que evidencian el
abandono de esos caminos, un abandono no de personas, pues transitan por ellos,
sino de sentimientos, son los numerosos esqueletos de automóviles que tanto
abundan por allí, producto indudable de los frecuentes accidentes o de
malhechores que se dedican a desmantelarlos para su provecho, habiendo
despojado o incluso asesinado para ello a sus legítimos propietarios. ¡Los
buitres siempre buscan los desiertos para hacer su roñoso negocio!
Pero mientras estos son animales sin maldad, que esperan a que su presa esté
muerta para disponer de ella, los buitres de la humanidad son capaces
de forzar las circunstancias y repartir muerte sin pensar en más consecuencias
que el beneficio que obtendrán de ello.
La gente que
viaja por esa carretera y otras similares, que llenan ese y muchos otros
estados de Venezuela, se apresura a salir cuanto antes, llevando sus vehículos
a límites insospechados, con tal de llegar a la ciudad más próxima y dejar toda
esa soledad atrás.
De ciudades importantes, el estado Anzoátegui no
carece, pero no es en el mundo civilizado donde se descubren las verdaderas
entrañas de lo siniestro. Las tripas del mundo de la oscuridad se retuercen y
enroscan continuamente en sitios poco frecuentados, donde muchos seres humanos
se encuentran en un terco aislamiento, voluntario o no, o donde no existe o se
revela su presencia en absoluto. ¿Sería igual que la temible y aprehensiva llanura
de Salysbury, en Inglaterra, estuviera cerca de algún poblado? ¿Implicaría el
mismo terror que el centro del Triángulo de las Bermudas estuviera cerca de
algún archipiélago exótico? Los horrores de este mundo no se manifiestan sino
al margen de la civilización.
Si alguien se encuentra viajando más allá de El
Tigre, una de las ciudades importantes del estado, por la vía hacia el pueblo
llamado Pariaguán sentirán una sensación de aislamiento y soledad similares a
las que se experimentan viajando por alguno de los caminos ya descritos. Y se
incrementaría al ver la escasa vegetación que existe en ese tramo. Una vez
pasado el pueblo, cuya gente es aceptablemente gentil y cariñosa, el viajero se
encaminará hacia Valle de la Pascua, en el vecino estado Guárico, a cientos de
kilómetros. Pero no es hacia este valle de nombre tan bello y sugerente hacia
donde se encaminaría una persona que busque experiencias nuevas o sitios
desconocidos, pues Valle de la Pascua es una ciudad famosa por sus ferias y
fiestas y, aunque hermosa y acogedora, no ofrece gran cosa al buscador, si este
ya ha estado allí. No, dicho buscador, por placer o curiosidad, tomará
cualquier desvío anterior, a ver a donde le lleva ese camino incierto y
desconocido. Todo con el afán de descubrir lugares nuevos o por satisfacer una hormigueante curiosidad, que como un jinete
impaciente, hace galopar el caballo de su espíritu hasta que sus lastimados costados
manan sangre y el sudor cubre por completo su cuerpo.
Por una de esas carreteras, viajaba ahora un
motociclista solitario, víctima involuntaria de esa insaciable sed de
conocimientos. Su nombre era David Gabriel y con sus 26 años, ya decía conocer
más de Venezuela que cualquier otra persona. Iba de un lugar a otro en su
inseparable caballo de hierro, una motocicleta tipo chopper, de calidad más que
probada. Era oriundo de la región del Centro y recorría el país buscando sitios
remotos y desconocidos para otras personas, fuera de las que vivían allí. La
solitaria carretera le llamaba, como incitándole siempre y desde hacía cuatro
años vagabundeaba por los rincones de su país. Había estado en Mérida, San Cristóbal,
las playas del litoral, las montañas de Caripe, así como en muchos pueblos pequeños
de todas esas zonas, que ni siquiera aparecen en los mapas, y ahora viajaba por
el desconocido, para él, corazón del estado Anzoátegui.
Había estado en Anaco,
El Tigre y Pariaguán y se encaminaba al atardecer, por la carretera a Valle de
la Pascua, cuando uno de esos brazos de la misma le presentó una bifurcación. Sabía que si mantenía su curso actual llegaría una vez más a Valle de la
Pascua. Pero como las fiestas de ese lindo pueblo aún estaban a unos días de
distancia, decidió entretenerse explorando. Y el camino, con su encrucijada
ante él, no podía ofrecerle una mejor alternativa para su mente siempre ávida
de nuevos lugares y para su corazón añorante del Infinito Andar. Sin vacilar,
tomó la bifurcación que se le presentaba.
¿Cómo podía alguien tan joven viajar así? Bueno,
David provenía de una familia adinerada, que residía en la ciudad de Maracay,
en Aragua. Pero aun así eso no era suficiente explicación, pues se vería como
una especie de hijo pródigo, que pidió su herencia anticipadamente para
dedicarse a los placeres de la vida. Nada más lejos de la realidad. A sus 18
años le regalaron su moto, cuando estaba a punto de entrar a la universidad. A
los 22 se había graduado de la misma, con un título de Ingeniero Mecánico y menciones
honoríficas. Durante 6 meses trabajó en una gran empresa, pero no era lo que
deseaba, aunque ganaba buen dinero. Decidió hacer un viaje hacia Mérida, en
busca nuevos horizontes y allí fue donde le tomó placer a recorrer caminos y
conocer nuevas personas. Pero lo que más le impulsaba era la posibilidad de
poder frecuentar nuevos sitios, experimentar y aprender las costumbres de la
gente, cuanto más ajenas a las suyas propias, tan refinadas y esnobistas. Eso
le causaba un placer inconmensurable. Era el verdadero aventurero en ese
sentido. Y ahora, enfundado en su chaqueta de cuero negro, con sus pantalones
jean algo gastados y decolorados, con unos anteojos para protegerse del sol y
de los insectos, con el viento jugando desacompasadamente con la pañoleta negra
que coronaba su frente, surcaba un camino desconocido, rodeado de fundos y
campos por todos lados, pero en otros aspectos tan solitario como los que se
han descrito antes. Estaba pavimentado de grava mezclada con asfalto y unas que
otras piedras de río, usadas con seguridad para rendir dicho asfalto, aunque
gastaban mucho más rápido las llantas de cualquier vehículo que cruzara por
ella. David recorría la carretera, a la moderada velocidad de 70 Km/h., para
disfrutar del paisaje que en esta zona no era tan desolado. A veces, disfrutaba
acelerando muchísimo, palpando la emoción de la velocidad, aunque en este
momento se recreaba en el paisaje.
En las bolsas laterales de la motocicleta, llevaba
un par de mudas de ropa, una brújula, y aunque su teléfono celular contaba con
GPS, él rara vez lo usaba para eso, pues pensaba que le quitaba parte del
encanto el hecho de saber hacia dónde se dirigía, si aún no había estado allí. También
llevaba una botella de agua potable, cuidadosamente envuelta en dos bolsas,
para que no se mojara la ropa y además, un estuche de herramientas, para
cualquier eventualidad. Tenía consigo, en su cinturón, una navaja del ejército suizo, una Victorinox, siempre útil,
especialmente cuando se está fuera de casa y a pesar de que no fumaba, llevaba
un mechero refinado, de marca Zippo, allí mismo, en otro estuche. Su chaqueta
de cuero era prácticamente impermeable, así que no se preocupaba mucho de la
lluvia. Colgado de la parrilla trasera de la motocicleta estaba su casco, que
sólo se ceñía cuando avistaba a lo lejos un control vial o alcabala o cuando
sabía que estaba por un camino lleno de ellas. En este caso, una ojeada bastó
para qué intuyera que este camino no tenía esa clase de cosas. Además, al ser
llano y carente casi por completo de vueltas y revueltas, pensaba que podía
darse cuenta de cualquier control vial mucho antes de llegar al mismo,
colocarse el casco y seguir como si nada hubiera pasado.
También llevaba un bidón para guardar gasolina,
amarrado a la parte trasera de la moto. Fue en un momento, cuando había recorrido ya unos 30
kilómetros, que recordó, repentinamente que no había cargado gasolina antes de
salir de Pariaguán. Se reprochó a si mismo su descuido, pero luego se
tranquilizó pensando en que no debía estar lejos de algún poblado. Además, se
veían, como se ha dicho antes, casas y fundos, donde la gente seguramente
tendría un poco de gasolina, en caso de que él necesitara. Aminoró un poco más
la marcha, pues a la moto ya le quedaba menos de la mitad del tanque y a mayor
velocidad, más consumo de combustible. El sol se estaba ocultando ya, de frente
a David, cuando este alcanzó otra encrucijada. Había señalización, pero sólo
hacia la izquierda, indicando el nombre de San Diego en esa dirección, mientras
que hacia la derecha el terreno subía un poco por una colina no muy
pronunciada. Sin dudar, tomó el camino hacia San Diego, pero no sabía a qué
distancia se encontraba dicho pueblo. Por un instante estuvo tentado de
utilizar el GPS, pero luego descartó la idea, diciéndose a sí mismo “¡Juega
limpio!”.
Aunque aún había
claridad suficiente, encendió las luces de la moto, pues el anochecer se
acercaba sigilosamente, con una luna tempranera a sus espaldas y el sol ya
completamente oculto. Una luz crepuscular bañaba todo el paisaje alrededor de
la carretera, dejando parches de claridad en las zonas más descubiertas y
permitiendo que el viento se sintiera levemente entre los árboles, más como un
susurro que como el aullido estremecedor que es común en las zonas llanas.
Comenzó a sentirse algo inquieto, por el hecho de aún no haber llegado al pueblo
de San Diego. En la lejanía se distinguía una alta torre de comunicaciones, con
sus colores blanco y rojo desvaneciéndose lentamente en la oscuridad. Mucho más
allá, hacia el norte, a unos 60 kilómetros, según los cálculos de David, se
veía un resplandor rojizo, como una antorcha, pero de gigantescas proporciones.
Recordó que había visto, a lo largo de sus muchos viajes, quemadores que
utilizaban en las refinerías de petróleo y como esta era una zona petrolera no
se extrañó del hecho. Al contrario, se renovaron sus esperanzas, pero al mismo
tiempo volvió la inquietud, pues con lo que le quedaba de gasolina no sería
suficiente para llegar. Entonces tomó una decisión: En el próximo campo o
fundo, entraría a pedir un poco de gasolina. Pagaría bien por ella, pues
contaba con una cantidad suficiente de dinero en su cartera.
Muy bien escrito tu texto, acapara la atención del lector con facilidad. Fíjate que sus primeros párrafos en los que describes el paisaje donde transcurre esta historia, me recuerdan a la primera parte del clásico cuento de Lovecraft "El Horror de Dunwich"...Por lo tanto, te felicito por esta forma tradicional de comenzar tu historia. Estaré expectante a la continuación.
ResponderEliminarGracias, Elwin. Hoy mismo subiré la continuación. Ese relato lo escribí en el 2009 y fue producto de 3 cosas: Mis constantes viajes por esas zonas que describo, a causa de mi trabajo en Telecomunicaciones, una pesadilla que tuve (creo que esto se verá más en la parte final) y una mala situación personal que se me presentó entonces.
EliminarMuy buena elección de imágenes, hacen la lectura muy inmersiva
ResponderEliminar¡Qué rápido se lee! Y eso es muy bueno. Me voy derechit@ a la segunda parte :)
ResponderEliminarMe ha encantado. Escribes muy bien. Un saludo!
ResponderEliminarGracias, Keren. Que bueno que te gustará. Espero que leas la 2da parte en algún momento.
EliminarMe ha encantado. Escribes muy bien. Un saludo!
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