jueves, 1 de octubre de 2015

La draña (Pt. 1)


Existen en este mundo una gran y enorme cantidad de horrores, muchos de ellos conocidos únicamente por personas cuya curiosidad es incontrolable o cuyo deseo de conocimientos los mantiene en una constante mortificación mental. Así, cual nuevo Prometeo, esas personas se sumergen en las búsquedas más terribles y terminan desatando terrores sobre la humanidad, sin que exista un Zeus para encadenar al transgresor, sea este intencionado o no. Los ojos pueden derramar lágrimas, luego sangre, luego el alma entera y aún seguirán esas personas creyendo que las cosas que han hecho han sido para bien de sus semejantes. Sin embargo, muchas de esos terrores mundanos se descubren enteramente por accidente, como en la historia que se ha de revelar ahora.
En las largas y desoladas planicies de la zona sur del estado Anzoátegui los viajeros se encuentran con terrenos en apariencia fértiles, por hallarse en las márgenes del gran río Orinoco. En efecto, lo que separa al estado Bolívar de Anzoátegui es precisamente ese vasto río. Aun así,  por esos caminos desamparados, muy poca es la lluvia que cae, y del mismo modo, escasos son los campos de cultivo de grandes extensiones. Lo que más llena el panorama son zarzas y malezas de distintos tipos, unas especies de plantas egoístas que al verlas en un jardín corriente, una persona no dudaría en arrancarlas, pero de las pocas que son capaces de sobrevivir a un clima tan seco y árido. A medida que el viajero avanza hacia el corazón de esa zona agreste, la vegetación del camino se torna más amarillenta, perdiendo el verdor y la exuberancia que tiene todavía en las cercanías del río. No se ven por ningún lado cerros o montañas imponentes; todo es un terreno en apariencia llano, pero realmente muy accidentado, al menos en esa parte, decorado ocasionalmente con hectáreas enteras de pinos y esas otras invenciones humanas de espantoso efecto para cualquier paisaje: taladros petroleros, balancines y torres de comunicación. Estos artilugios, lejos de alegrar la vista señalando con su presencia la mano del hombre, dan un aspecto más yermo a una carretera que ya es bastante inhospitalaria. No son casas de aspecto hogareño, al contrario; son construcciones, levantadas por el hombre, al igual que una casa, pero con un mutismo hermético y metálico, especialmente en el caso de las torres y los balancines, que en vez de ser como una persona con los brazos abiertos y sonriente, es como si se tratara de un ser huraño y hosco, que mira a los demás con una desconfianza absoluta y es incapaz de ofrecer la menor ayuda a quien lo necesite. Por añadidura, otros objetos que evidencian el abandono de esos caminos, un abandono no de personas, pues transitan por ellos, sino de sentimientos, son los numerosos esqueletos de automóviles que tanto abundan por allí, producto indudable de los frecuentes accidentes o de malhechores que se dedican a desmantelarlos para su provecho, habiendo despojado o incluso asesinado para ello a sus legítimos propietarios. ¡Los buitres siempre buscan los desiertos para hacer su roñoso negocio! Pero mientras estos son animales sin maldad, que esperan a que su presa esté muerta para disponer de ella, los buitres de la humanidad son capaces de forzar las circunstancias y repartir muerte sin pensar en más consecuencias que el beneficio que obtendrán de ello.


 La gente que viaja por esa carretera y otras similares, que llenan ese y muchos otros estados de Venezuela, se apresura a salir cuanto antes, llevando sus vehículos a límites insospechados, con tal de llegar a la ciudad más próxima y dejar toda esa soledad atrás. 

De ciudades importantes, el estado Anzoátegui no carece, pero no es en el mundo civilizado donde se descubren las verdaderas entrañas de lo siniestro. Las tripas del mundo de la oscuridad se retuercen y enroscan continuamente en sitios poco frecuentados, donde muchos seres humanos se encuentran en un terco aislamiento, voluntario o no, o donde no existe o se revela su presencia en absoluto. ¿Sería igual que la temible y aprehensiva llanura de Salysbury, en Inglaterra, estuviera cerca de algún poblado? ¿Implicaría el mismo terror que el centro del Triángulo de las Bermudas estuviera cerca de algún archipiélago exótico? Los horrores de este mundo no se manifiestan sino al margen de la civilización.
Si alguien se encuentra viajando más allá de El Tigre, una de las ciudades importantes del estado, por la vía hacia el pueblo llamado Pariaguán sentirán una sensación de aislamiento y soledad similares a las que se experimentan viajando por alguno de los caminos ya descritos. Y se incrementaría al ver la escasa vegetación que existe en ese tramo. Una vez pasado el pueblo, cuya gente es aceptablemente gentil y cariñosa, el viajero se encaminará hacia Valle de la Pascua, en el vecino estado Guárico, a cientos de kilómetros. Pero no es hacia este valle de nombre tan bello y sugerente hacia donde se encaminaría una persona que busque experiencias nuevas o sitios desconocidos, pues Valle de la Pascua es una ciudad famosa por sus ferias y fiestas y, aunque hermosa y acogedora, no ofrece gran cosa al buscador, si este ya ha estado allí. No, dicho buscador, por placer o curiosidad, tomará cualquier desvío anterior, a ver a donde le lleva ese camino incierto y desconocido. Todo con el afán de descubrir lugares nuevos o por satisfacer una  hormigueante curiosidad, que como un jinete impaciente, hace galopar el caballo de su espíritu hasta que sus lastimados costados manan sangre y el sudor cubre por completo su cuerpo.
Por una de esas carreteras, viajaba ahora un motociclista solitario, víctima involuntaria de esa insaciable sed de conocimientos. Su nombre era David Gabriel y con sus 26 años, ya decía conocer más de Venezuela que cualquier otra persona. Iba de un lugar a otro en su inseparable caballo de hierro, una motocicleta tipo chopper, de calidad más que probada. Era oriundo de la región del Centro y recorría el país buscando sitios remotos y desconocidos para otras personas, fuera de las que vivían allí. La solitaria carretera le llamaba, como incitándole siempre y desde hacía cuatro años vagabundeaba por los rincones de su país. Había estado en Mérida, San Cristóbal, las playas del litoral, las montañas de Caripe, así como en muchos pueblos pequeños de todas esas zonas, que ni siquiera aparecen en los mapas, y ahora viajaba por el desconocido, para él, corazón del estado Anzoátegui. 

Había estado en Anaco, El Tigre y Pariaguán y se encaminaba al atardecer, por la carretera a Valle de la Pascua, cuando uno de esos brazos de la misma le presentó una bifurcación. Sabía que si mantenía su curso actual llegaría una vez más a Valle de la Pascua. Pero como las fiestas de ese lindo pueblo aún estaban a unos días de distancia, decidió entretenerse explorando. Y el camino, con su encrucijada ante él, no podía ofrecerle una mejor alternativa para su mente siempre ávida de nuevos lugares y para su corazón añorante del Infinito Andar. Sin vacilar, tomó la bifurcación que se le presentaba.
¿Cómo podía alguien tan joven viajar así? Bueno, David provenía de una familia adinerada, que residía en la ciudad de Maracay, en Aragua. Pero aun así eso no era suficiente explicación, pues se vería como una especie de hijo pródigo, que pidió su herencia anticipadamente para dedicarse a los placeres de la vida. Nada más lejos de la realidad. A sus 18 años le regalaron su moto, cuando estaba a punto de entrar a la universidad. A los 22 se había graduado de la misma, con un título de Ingeniero Mecánico y menciones honoríficas. Durante 6 meses trabajó en una gran empresa, pero no era lo que deseaba, aunque ganaba buen dinero. Decidió hacer un viaje hacia Mérida, en busca nuevos horizontes y allí fue donde le tomó placer a recorrer caminos y conocer nuevas personas. Pero lo que más le impulsaba era la posibilidad de poder frecuentar nuevos sitios, experimentar y aprender las costumbres de la gente, cuanto más ajenas a las suyas propias, tan refinadas y esnobistas. Eso le causaba un placer inconmensurable. Era el verdadero aventurero en ese sentido. Y ahora, enfundado en su chaqueta de cuero negro, con sus pantalones jean algo gastados y decolorados, con unos anteojos para protegerse del sol y de los insectos, con el viento jugando desacompasadamente con la pañoleta negra que coronaba su frente, surcaba un camino desconocido, rodeado de fundos y campos por todos lados, pero en otros aspectos tan solitario como los que se han descrito antes. Estaba pavimentado de grava mezclada con asfalto y unas que otras piedras de río, usadas con seguridad para rendir dicho asfalto, aunque gastaban mucho más rápido las llantas de cualquier vehículo que cruzara por ella. David recorría la carretera, a la moderada velocidad de 70 Km/h., para disfrutar del paisaje que en esta zona no era tan desolado. A veces, disfrutaba acelerando muchísimo, palpando la emoción de la velocidad, aunque en este momento se recreaba en el paisaje.

En las bolsas laterales de la motocicleta, llevaba un par de mudas de ropa, una brújula, y aunque su teléfono celular contaba con GPS, él rara vez lo usaba para eso, pues pensaba que le quitaba parte del encanto el hecho de saber hacia dónde se dirigía, si aún no había estado allí. También llevaba una botella de agua potable, cuidadosamente envuelta en dos bolsas, para que no se mojara la ropa y además, un estuche de herramientas, para cualquier eventualidad. Tenía consigo, en su cinturón, una navaja del ejército suizo, una Victorinox, siempre útil, especialmente cuando se está fuera de casa y a pesar de que no fumaba, llevaba un mechero refinado, de marca Zippo, allí mismo, en otro estuche. Su chaqueta de cuero era prácticamente impermeable, así que no se preocupaba mucho de la lluvia. Colgado de la parrilla trasera de la motocicleta estaba su casco, que sólo se ceñía cuando avistaba a lo lejos un control vial o alcabala o cuando sabía que estaba por un camino lleno de ellas. En este caso, una ojeada bastó para qué intuyera que este camino no tenía esa clase de cosas. Además, al ser llano y carente casi por completo de vueltas y revueltas, pensaba que podía darse cuenta de cualquier control vial mucho antes de llegar al mismo, colocarse el casco y seguir como si nada hubiera pasado.
También llevaba un bidón para guardar gasolina, amarrado a la parte trasera de la moto. Fue en un momento, cuando había recorrido ya unos 30 kilómetros, que recordó, repentinamente que no había cargado gasolina antes de salir de Pariaguán. Se reprochó a si mismo su descuido, pero luego se tranquilizó pensando en que no debía estar lejos de algún poblado. Además, se veían, como se ha dicho antes, casas y fundos, donde la gente seguramente tendría un poco de gasolina, en caso de que él necesitara. Aminoró un poco más la marcha, pues a la moto ya le quedaba menos de la mitad del tanque y a mayor velocidad, más consumo de combustible. El sol se estaba ocultando ya, de frente a David, cuando este alcanzó otra encrucijada. Había señalización, pero sólo hacia la izquierda, indicando el nombre de San Diego en esa dirección, mientras que hacia la derecha el terreno subía un poco por una colina no muy pronunciada. Sin dudar, tomó el camino hacia San Diego, pero no sabía a qué distancia se encontraba dicho pueblo. Por un instante estuvo tentado de utilizar el GPS, pero luego descartó la idea, diciéndose a sí mismo “¡Juega limpio!”.
Aunque aún  había claridad suficiente, encendió las luces de la moto, pues el anochecer se acercaba sigilosamente, con una luna tempranera a sus espaldas y el sol ya completamente oculto. Una luz crepuscular bañaba todo el paisaje alrededor de la carretera, dejando parches de claridad en las zonas más descubiertas y permitiendo que el viento se sintiera levemente entre los árboles, más como un susurro que como el aullido estremecedor que es común en las zonas llanas. Comenzó a sentirse algo inquieto, por el hecho de aún no haber llegado al pueblo de San Diego. En la lejanía se distinguía una alta torre de comunicaciones, con sus colores blanco y rojo desvaneciéndose lentamente en la oscuridad. Mucho más allá, hacia el norte, a unos 60 kilómetros, según los cálculos de David, se veía un resplandor rojizo, como una antorcha, pero de gigantescas proporciones. Recordó que había visto, a lo largo de sus muchos viajes, quemadores que utilizaban en las refinerías de petróleo y como esta era una zona petrolera no se extrañó del hecho. Al contrario, se renovaron sus esperanzas, pero al mismo tiempo volvió la inquietud, pues con lo que le quedaba de gasolina no sería suficiente para llegar. Entonces tomó una decisión: En el próximo campo o fundo, entraría a pedir un poco de gasolina. Pagaría bien por ella, pues contaba con una cantidad suficiente de dinero en su cartera.

7 comentarios:

  1. Muy bien escrito tu texto, acapara la atención del lector con facilidad. Fíjate que sus primeros párrafos en los que describes el paisaje donde transcurre esta historia, me recuerdan a la primera parte del clásico cuento de Lovecraft "El Horror de Dunwich"...Por lo tanto, te felicito por esta forma tradicional de comenzar tu historia. Estaré expectante a la continuación.

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    1. Gracias, Elwin. Hoy mismo subiré la continuación. Ese relato lo escribí en el 2009 y fue producto de 3 cosas: Mis constantes viajes por esas zonas que describo, a causa de mi trabajo en Telecomunicaciones, una pesadilla que tuve (creo que esto se verá más en la parte final) y una mala situación personal que se me presentó entonces.

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  2. Muy buena elección de imágenes, hacen la lectura muy inmersiva

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  3. ¡Qué rápido se lee! Y eso es muy bueno. Me voy derechit@ a la segunda parte :)

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  4. Me ha encantado. Escribes muy bien. Un saludo!

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    1. Gracias, Keren. Que bueno que te gustará. Espero que leas la 2da parte en algún momento.

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  5. Me ha encantado. Escribes muy bien. Un saludo!

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